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La libertad de ser uno mismo

A propósito de un hecho lamentable que me tocó presenciar, volvió a mi cabeza un concepto o idea que ya creía olvidado, uno que siempre he luchado por obtenerlo y que tal vez defina mi personalidad: hablo de la libertad ser uno mismo.

Pensaba la libertad como una palabra tan usada que su definición se va diluyendo en todos los discursos que he escuchado sobre ella, y al escucharla imagino un lugar paradisíaco o algún hippie de los sesenta que divulgaban la libertad, la paz y el amor, pero había olvidado que la libertad no es nada más que esa energía que nos permite elegir lo que nosotros queramos o mejor dicho, cuando un hombre hace lo que quiere, o sea, es él quién tiene la facultad interior de decidir y moverse. En este sentido, la libertad como concepto suele ser entendida como libertad individual o como la concebiremos en este ensayo: la libertad de ser uno mismo. Te invito a descargarlo y leerlo:

[PDF] La libertad de ser uno mismo
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Ensayo entorno al concepto de libertad.

(*) Kropotkine, Pierre. Notre ennemi c’est notre maitre. Illustration du livre Le Principe Anarchiste. 1913. Les Temps nouveaux. 24 May 2008 <http://commons.wikimedia.org/wiki/Image:Notre_ennemi_c%27est…>

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Historia e Historias: Teoría de la historia

Historia e Historias: Teoría de la historia [i]

Es una práctica normal en toda obra que pretenda aproximarse al estudio de una ciencia empezar planteando el objeto, las características, los limites e interioridades de la ciencia en cuestión. Definir, en definitiva, dicha ciencia en todos sus aspectos. Definir la historia, sin embargo, no es tarea fácil. En primer lugar, porque, como recuerda Pierre Vilar en un estudio reciente, «“historia” designa a la vez el conocimiento de una materia y la materia de este conocimiento».[ii]

Aunque pueda parecerlo, no se trata simplemente de un problema conceptual ni de un juego de palabras. Hegel fue ya consciente de esta diferenciación cuando señaló que la palabra historia «significa tanto historiam rerum gestarum como las res gestae mismas, tanto la narración histórica como los hechos y acontecimientos».[iii] El concepto historia incluye, pues, la realidad histórica tal y como objetivamente acaeció, y el conocimiento histórico, o sea la ciencia que pretende desvelarnos, mediante el trabajo del historiador, la realidad histórica.

La importancia de este planteamiento inicial estriba en el hecho de que raramente la «realidad objetiva»; se corresponde exactamente con el producto del conocimiento, fruto del trabajo de unos hombres. Ha existido, sin duda, una historia de Grecia, de Roma, de Inglaterra, de América o de Catalunya, pero existen múltiples y a menudo divergentes historias de cada uno de estos países, continentes o imperios. Ningún relato histórico se corresponde automáticamente con la realidad que trata de aprehender, aunque en cada narración histórica pueda existir una parte de esta realidad, una parte de la verdad histórica.

Planteada la problemática en estos términos, nos hallamos, pues, ante la existencia de una historia y de múltiples historias que pueden referirse al mismo objeto de estudio. Y ello es así porque, según recuerda Adolfo Gilly, en las ciencias de la sociedad, a diferencia de las ciencias de la naturaleza, el conocimiento es múltiple, «tiene varias versiones y vertientes», en la medida en que la propia historia de la humanidad esta hecha por los hombres, «y los hombres son siempre múltiples», mientras la historia natural no depende de ellos.[iv]

Partiendo de esos supuestos, no resulta extraño que exista diversidad de formulas para definir la ciencia de la historia, en la medida en que toda definición lleva implícita una concepción determinadas de lo que debe ser la historia. H. I. Marrou, un historiador neoliberal francés, gusta repetir la frase de Raymond Aron según la cual «la teoría precede a la historia».[v] Y ello, se le dan las vueltas que se quiera, es una realidad que se trasluce implícita o explícitamente en todo libro de historia, hasta el extremo de que se puede llegar a afirmar que sin teoría de la historia no existe ni puede existir la historia.

Los historiadores positivistas del siglo XIX y buena parte de los neopositivistas actuales no se mostrarían de acuerdo con esta afirmación que, sin duda, considerarían, fuera de lugar, cuando no es falsa y ajena a la historia. Para ellos, efectivamente, la historia no pasa de ser una mera sistematización de los documentos históricos que el historiador sólo debe ordenar en su intento de reconstruir el pasado. Toda injerencia de aspectos teóricos o filosóficos, interpretativos o valorativos, supondría falsear el carácter «exacto» que debe poseer la historia. Para los positivistas, pues, la teoría no puede interferir en el estudio y posterior conocimiento de la historia.

De hecho, esta actitud de los historiadores positivistas a negarse a teorizar sobre la historia habría sido una constante general durante bastantes siglos, en los que las reflexiones sobre la evolución histórica, la historia universal y la sociedad se hacían sobre todo desde el campo de la filosofía o de la política. Desde San Agustín hasta la más recientes de la metafísica de la historia, pasando por Maquiavelo, Montesquieu o Marx, las teorías de la historia surgían como un quehacer más de las reflexiones filosóficas o de las necesidades políticas, un quehacer del cual muy pronto surgió una rama específica de la filosofía: la filosofía de la historia.

Esta situación permaneció inalterable hasta bien entrado el siglo XX. En 1928, a propósito de la edición castellana de las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, de Hegel, Ortega y Gasset recriminaba a los historiadores su falta de ideas, su desprecio a la teorización, su aferrarse a los documentos. «Los historiadores –comentaba Ortega- no tienen perdón de Dios», y refiriéndose al historiador positivista alemán Leopold Von Ranke, considerado como el padre de la historiografía contemporánea, sentenciaba que este «entiende por ciencia el arte de no comprometerse intelectualmente»[vi] Aun a principios de los años 60 del presente siglo, Marrou seguía acusando a la herencia legada por el positivismo de haber impedido que los historiadores reflexionasen teóricamente sobre el objeto de su estudio.[vii]

En las últimas décadas del presente siglo, y con los precedentes _clásicos_ de Marc Bloch y Lucien Febrve, los dos fundadores de la Escuela francesa de los Annales, la situación empezó a cambiar rápidamente. Y ya, con conocimiento de causa, desde la realidad de su trabajo cotidiano, de sus «historias» en suma, el historiador ¡por fin se comprometió intelectualmente! El progresivo rigor que ha ido adoptando el estudio de la historia, la demanda social –cada vez mas creciente– de estudios históricos que permitan el conocimiento del pasado, la pugna ideológica que en un mundo como el actual, de profundos contrastes ideológicos, ha alcanzado también a la historia, han contribuido decididamente a la toma de postura teórica por parte del historiador. Las profundas crisis sociales, políticas e ideológicas que han conmovido el siglo XX no han sido tampoco ajenas a esta necesidad sentida por el historiador para teorizar sobre su trabajo.

Pero, como ya se ha dicho, la existencia de una teoría de la historia no solo se reduce a estudios específicos que abordan la problemática concreta de los aspectos epistemológicos de la historia. En todo discurso histórico, en todo libro de historia, subyace una teoría, una idea concreta sobre la realidad histórica que se estudia, una forma de concebir los útiles indispensables que a través del conocimiento nos permitirán aproximarse al objeto de estudio, y, en consecuencia, subyace una proyección de la conciencia del historiador en todas sus dimensiones posibles sobre el pasado. Incluso el historiador positivista que pretende llevar hasta las últimas consecuencias el objetivismo científico, parte de una determinada teoría del conocimiento histórico. Pretender, como a menudo lo hacen los objetivistas, que el conocimiento histórico es ajeno a influencias ideológicas supone, cuando menos, una falta de honradez profesional, que tiende a esconder la naturaleza social, política e ideológica del producto histórico.

Pero, ¿qué se entiende por teoría cuando nos referimos a la historia? En la mayoría de ocasiones las teorías de la historia formulan los principios generales según los cuales se pretende explicar toda la evolución de la humanidad, sus cambios y transformaciones, sus avances, retrocesos o estancamientos: la búsqueda de unas leyes últimas por las cuales se rige el desarrollo histórico. Cuando San Agustín elaboró su teodicea de la historia afirmaba que toda la historia de la humanidad era el efecto directo de una sola causa: la voluntad divina. Trece siglos más tarde, Montesquieu, en L’ esprit des lois, buscaba en los factores geográficos –y especialmente en el clima- las razones que determinaban las evoluciones sociales, aunque ya situaba la historia en un nivel estrictamente humano. Y cuando en el siglo XIX, Marx se desmarcaba de las teorías universalistas y metafísicas y enunciaba el principio según el cual «toda la historia de la humanidad hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases», situaba en el terreno de las relaciones sociales la casuística fundamental de la evolución social.

Marrou, sin embargo, entiende por teoría la posición que consciente o inconscientemente adopta el historiador con respecto al pasado: elección y delimitación del tema, cuestiones planteadas, conceptos a que se recurre y, principalmente, tipos de relaciones, sistemas de interpretación, valor relativo que a cada uno se le adjudica. Es la filosofía personal del historiador la que le dicta la elección del sistema de pensamiento en función del cual va a reconstruir y, según cree, a explicar el pasado.[viii] Y niega explícitamente la posibilidad de hallar leyes generales que, según el historiador galo, «son meras similitudes parciales, dependientes del punto de vista momentáneo que el historiador haya preferido adoptar para fijarse en unos cuantos aspectos del pretérito».[ix]

Sería fácil observar cómo Marrou confunde teoría con interpretación y con método histórico. A menudo, la Escuela de los Annales ha sido acusada también de obviar la teoría, de confundir teoría y método, y absolutizar la metodología como eje fundamental del conocimiento histórico.[x]

Es evidente, pues, la falta de acuerdo que existe en el momento de definir conceptos que a simple vista parecen tan elementales, como es el caso concreto de la teoría. Ciertamente, su contenido varía según la corriente de pensamiento o escuela que la formule. Y la historia, como proceso de pensamiento que es, no esta exenta de la fragmentación que existe en todas las ciencias de la sociedad. La existencia de múltiples teorías de la historia –aunque por teoría entendamos realidades diferentes– es un reflejo más de las diversas concepciones ideológicas asumidas por los hombres. Y el historiador, no lo olvidemos, elabora su producto, formula sus teorías, adopta una metodología u otra a partir de la adscripción ideológica en la que se sitúa. Retengamos, pues, de todo lo dicho hasta aquí, que es completamente lógico, de acuerdo con la propia naturaleza humana, que exista multiplicidad de historias referidas a una sola Historia, como también es lógica y normal la multiplicidad de teorías de la historia y de teorías del conocimientos.[xi]


[i] Acápite realizado por el profesor Guillermo Billeke (Q.E.P.D) del texto, Pelai Páges, Introducción a la Historia. Barcelona, Barcanova, 1983, págs.11-15.

[ii] PIERRE VILAR, Iniciación al vocabulario del análisis histórico. Barcelona, Crítica, 1980, pág.17.

[iii] G.W.F. HEGEL, Lecciones sobre la filosofía universal. Madrid, Revista de Occidente, 1974, pág. 137.

[iv] ADOLFO GILLY, Historia y poder, en Nexos (México), nº34, octubre de 1980, pág 3.

[v] H.I. Marrou, El conocimiento histórico. Barcelona, Labor, 1968, pág. 37.

[vi] JOSE ORTEGA Y GASSET, La Filosofía de la Historia de Hegel y la historiografía, en HEGEL, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, pág.17.

[vii] MARROU, El conocimiento histórico, pág.12.

[viii] IBID,. págs. 137-138.

[ix] IBID,. Pág. 147.

[x] Véase el artículo de JOSEP FONTANA I LÁZARO, Ascens i decadencia de LÉscola dels “Annales”, en Recerques (Barcelona), nº4, 1974, págs. 283-298.

[xi] Véase a este respecto los planteamientos que sobre la epistemología de la historia y de las ciencias sociales en general hace CIRO F.S. Cardozo, Introducción al trabajo de la investigación histórica. Barcelona, Crítica, 1981.

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Políticas de la Iglesia de Brasil y Chile frente al militarismo latinoamericano.

Bajo el tenso clima de la Guerra Fría (1945-1989), Estados Unidos, como cabeza del así llamado Bloque Occidental, inició una serie de acciones para mantener, en su lugar del globo una hegemonía que impidiera que los “otros” crecieran o que aumentaran su poderío. Ante la coyuntura de la imposición de un régimen comunista en Cuba, se vieron obligados a reaccionar de formas más drásticas. Fue así como se desarrolló el período de los militarismos en América Latina, gobiernos que privilegiaban ante todo la Seguridad Nacional en el territorio de la periferia de Estados Unidos con una clara guía del mismo.

Muchos de estos gobiernos se vivieron con una represión inédita en América, lo que provocó inmediatas reacciones de muchos sectores tanto del interior como exterior del continente. Uno de ellos fue la Iglesia Católica. A pesar de lo que se pueda pensar, no todas las Iglesias Nacionales de América reaccionaron como entes que llamaban la atención ante los atropellos humanos, muy contrario a esto, gran parte de ellas se mantuvo al margen de los procesos. Sin embargo, hubo naciones en los que la acción de la Iglesia Católica fue clave no sólo para proteger los Derechos Humanos sino también para ser portavoces efectivos de los problemas y anhelos de parte de las poblaciones locales, a pesar que muchas veces, podían tener un cariz que distaba de los planes de la Iglesia en sí para con el mundo, fueron los casos de Brasil y Chile. Suponemos que esto se debe a las políticas que la Iglesia del entonces, hija del Concilio Vaticano II que promulgó, entre otras cosas, la defensa de los oprimidos de nuestra sociedad[i]. Invitamos pues a encontrarnos con los casos ya mencionados para ver cómo se manejó la Iglesia frente a las políticas militaristas.

Brasil: Desde ya hace algún tiempo, la Iglesia brasileña se encontraba en un clima de introspección, esto debido principalmente a las profundas repercusiones que tuvo en el mundo el Concilio Vaticano II que proponía toda una renovación institucional a nivel mundial. Por lo mismo, en una primera etapa, ocurrido el Golpe Militar en Brasil –el primero reconocido como el inicio del militarismo en América- los religiosos vieron en estos acontecimientos la oportunidad de realizar los cambios a los que habían sido llamados desde arriba. Las primeras relaciones con los gobiernos militares fueron de un tono suaves, sin grandes críticas, de un corte armónico[ii]. Pero, entre los primeros que habrían sido tocados por la represión política estaban los sectores progresistas, dentro de los mismos, se encontraban estudiantes, un grupo inmensamente cercano a la Iglesia Católica, fue entonces cuando a finales de los ’70, determinados grupos religiosos decidieron unirse a las manifestaciones de los estudiantes[iii].

Ante esta situación, los militares reaccionaron desde la legalidad suprimiendo gran parte de los derechos civiles[iv], con esta capacidad el gobierno comenzó su etapa más represiva donde incluso miembros del clero fueron fuertemente perseguidos, en especial, los que eran extranjeros. Se los veía como una amenaza interna, demasiado pluralistas, con ideas en extremo modernas y progresistas. Sólo se rescataba a movimientos eclesiales de corte conservador como Tradición, Familia y Propiedad, quienes sentían afinidad con el gobierno de turno. Pero en el mismo período surgiría una nueva generación de obispos que abrazarían los ideales del Concilio Vaticano II y la recién concluida Conferencia Episcopal de Medellín, lo que empujó a la Iglesia a tomar una postura más decisiva con respecto al régimen militar[v]. Se crea entonces ese mismo 1968, la Comisión de Paz y Justicia con el fin de investigar casos de tortura o desaparecidos, denunciar abusos, y las violaciones a los Derechos Humanos, todo esto, la Iglesia de Brasil lo hizo efectivo a través de un notable plan de investigaciones: de acciones que buscaban hacer que la ciudadanía entera y el mundo se dieran cuenta de la situación que se vivían en Brasil. Fue así como la Iglesia se fue uniendo en un solo bloque transformándose en la voz efectiva del pueblo y la primera institución en presentarse como contraria al régimen. Se trataba de una experiencia sui generis que en el Caso de Brasil se hace patente en la inclusión hasta el último momento de la mayor parte de los miembros del CNBB (Conferencia Nacional de Obispos de Brasil) pero también significó el compromiso de la Iglesia con los que más lo requerían, con los que no tiene protección y son objeto de todos los abusos. Con posterioridad, la misma institución invitará de manera entusiasta a toda la población del Brasil, a luchar por la vuelta efectiva a la democracia, cosa que no se lograría sino tras años de ensayos y de una madurez de los mismos planteamientos de la Iglesia brasileña pero que culminaría hacia 1985[vi].

Chile: Cuando el 9 de octubre de 1973, la Iglesia Católica mediante Decreto 158-73 del Arzobispado de Santiago decide formar el denominado Comité de Cooperación para la Paz en Chile[vii], ya definía de forma oficial el rol que iba a asumir en relación al nuevo régimen que se había instaurado hace menos de un mes cuando mediante un Golpe de Estado, las Fuerzas Armadas, al mando del General Augusto Pinochet, derrocan por la vía violenta al gobierno de la Unidad Popular, instaurando de esta manera una dictadura que se prolongaría por 17 años, los cuales estuvieron marcados por los profundos cambios del sistema político, económico y social, como también por la sistemática violación a los Derechos Humanos.

Pero desde ya no podemos entender esta suerte de compromiso suscrito por la Iglesia y los que comenzaban a hacer perseguidos por le nuevo régimen no es una casualidad que podamos atribuir tan sólo al hecho coyuntural que se había propiciado el 11 de septiembre del mismo año, sino que esta postura refleja algo más profundo: la continuidad de un vínculo que había cimentado la Iglesia con los sectores populares de nuestro país y el continente hace no muchos años atrás, cuando a través del Concilio Vaticano II[viii] y los hechos ocurridos en Medellín, la Iglesia se define como la Voz de los sin Voz, es decir ser la portavoz y el estímulo para el conjunto de reformas sociales que eran necesarias para poder llevar adelante los cambios que hicieran más soportables las condiciones de vida de los sectores más desprotegidos de la sociedad de la época.

Es por esto, que ante el conjunto de acontecimientos que se venían propiciando en Chile, con posterioridad a 1973, el primer mensaje y la primera actitud que nace de la Iglesia es una llamado a la reconciliación, una suerte de consenso nacional que permitiera alcanzar, en el más breve lapso, la normalidad interrumpida por la crisis institucional que había llevado a la intervención militar, lo que da cuenta de la vocación de proteger, por la vía de un mensaje de paz, a quienes comenzaban a ser las víctimas del régimen. Es así que se consolidan figuras tan importantes como la del Cardenal Raúl Silva Henríquez, quién como cabeza del catolicismo chileno, desde el primer momento adopta una actitud de ser el que aboga para bien ante una situación que comenzaba a vivir, marcando un distanciamiento entre la Iglesia y el Régimen, buscando así que no quedara duda sobre una posible legitimación de las acciones acontecidas hasta ese momento.

Es una suerte de doble juego[ix] que refleja en la aceptación de la Iglesia de la realidad de facto: su posición era que el régimen era producto de la salida inevitable a la crisis política, pero, a su vez, elaboró una estrategia política para evitar ser considerada como enemiga del régimen. Pero, además, se agrega la labor de comenzar a proteger, de forma explícita, y, sin mayor disimulo, a quienes recurrían a ella como la única institución que iba a hacer las veces de “garante” de su condición particular, ante el continuo enfilamiento del Poder Judicial, con las nuevas autoridades y la clausura del Poder Ejecutivo, por las mismas. Dentro de estos casos, en particular, se pueden contra aquellos que veían ante sí el riesgo de ser eliminados por los organismos armados del Estado o los organismos de seguridad que se constituyeron con posterioridad, eventos y circunstancias que propiciaron las primeras acciones legales presentadas ante los Tribunales de Justicia.

Es esta una de las características que van a marcar el camino de la Iglesia Chilena, es decir hacer uso de los canales formales, más allá si éstos eran efectivos del todo, para garantizar el respeto de los derechos mínimos de cada uno de los ciudadanos del país. Y en el mismo sentido, se hace uso editorial por medio de las distintas publicaciones que eran de su propiedad para denunciar o al menos hacer una crítica al actuar del gobierno o derechamente para hacer un llamado al respeto y a la protección de los Derechos Humanos.

Por lo tanto, podemos resumir que la Iglesia Católica chilena adopta una actitud activa, asume una responsabilidad que no es más que el reflejo de los compromisos ya adquiridos, es un actuar en consecuencia, que da cuenta de una valoración por el rol social que le corresponde, el cual va más allá de ser mero administrador de la fe, sino que en casos como los vividos, se suma a una fuerza que apela por la garantía de lo más básico, es decir la vida.

No sabemos, en realidad, porqué en estas naciones se sintió más la presencia de la Iglesia frente a los atropellos a los Derechos Humanos, lo cierto es que, en ambos casos, las políticas que adoptan las instituciones locales nos hacen mirar al pasado, al Vaticano II y a Medellín. Notamos entonces en América el eco de una Iglesia que se apronta a los cambios en el mundo, que está dispuesta a vivir la dinámica e imprime una propuesta a lo sumo interesante; el vela porque en este mundo avance, de manera inclusiva. La Iglesia, a través de esta acción, ya no está al margen de la sociedad civil, ya no es ese ente que se mantenía al margen sino que se compromete como un contendor más en los conflictos sociopolíticos. A partir de estos casos inferimos que la Iglesia nunca más será el ente reconciliador al que se le pedía ser árbitro, sino que participará como un actor. No sólo avanzó en planteamientos; la Iglesia dio un salto como participe de la esfera civil.


[i] MORENO, Fernando: Iglesia, Política y Sociedad. Universidad Católica de Chile Ediciones. Santiago, 1988. P.130. El Concilio habría extraído como conclusión la necesidad de una etapa de humanización en donde se defendiera la dignidad natural y sobrenatural de los hombres.

[ii] BERNAL, Sergio. Pp 56-57. Este cambio estructural apuntaba a un nuevo enfoque de atención: los pobres y oprimidos de nuestras sociedades.

[iii] KAIBER, Jeffrey: Iglesia, dictaduras y democracias en América. Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, 1997. Esto se manifiesta con la creación, previa al militarismo, de la Juventud Católica Universitaria (JUC), un grupo de acción de laicos con un fuerte vínculo con la Iglesia. A esto se suma la Juventud Católica Obrera (JOC).

[iv] BERNAL, Sergio. OP.cit. p.103. Entre dichos actos se encontraba la disolución del Parlamento, la eliminación del derecho de “habeas corpus”, la impresión de amplios poderes al Ejecutivo e incluso se repuso la pena de muerte, todo esto dentro del contexto del Acto Institucional Número 5.

[v] BERNAL, Sergio. P.125.

[vi] Ibíd. pp. 239-241. A este proceso el autor lo llama “la madurez para la Conquista de la Libertad”.

[vii] CAVALLO, Ascanio (Et.al). Editorial Grijalbo. Santiago, 1997. P.87. Hay que hacer mención que este Comité “Pro Paz”, como es conocido, junto con ser una iniciativa de carácter ecuménico, es decir incorporaba a la mayor cantidad de credos religiosos, así como agrupaciones laicas, terminó siendo el antecedente de la conocida “Vicaría de la Solidaridad”, nacida en 1975.

[viii] El concilio presentó a la Iglesia como la Iglesia de los Pobres, tal y cual como lo expresó Juan XXIII, el 11 de septiembre de 1962.

[ix] CRUZ, María Angélica: Iglesia, represión y memoria: El caso chileno. Editorial Siglo XXI. España, 2001. P.3.